Poema dedicado a Antonio Bussi
A un genocida muerto
Hecho piltrafa y extraviado el rumbo
ha muerto en soledad el genocida
y en mi provincia oigo cantar la vida
aun la que segó su tiro inmundo.
Pudo sortear la cárcel de los hombres
más no los cepos de la hedionda tumba,
allá donde el delirio se derrumba
y perece el poder y sus horrores.
Pido a la tierra que se vuelva yerma
y expanda sobre el túmulo un invierno.
Que no fecunde sus gérmenes el cieno
porque le niegue el sol su luz eterna.
El genocida va, llevando sucia gloria
lo han de juzgar ahora nuestros muertos
que habitan el altar de la memoria.
Sus palabras:
"Yo me casé en Buenos Aires en 1975. Vivía allá. Y al regresar, en una de
esas paradas que uno hace siempre, porque la guitarra lo detiene en el
camino, pasé por San Pedro. Ahí conocí a una niña un domingo a la noche,
y me casé el jueves. Ella tenía 18 años y yo 28. Nos vinimos al ingenio
Baviera (Famaillá). Al llegar nos encontramos con que el perímetro de
la fábrica -cerrada desde 1966- estaba ocupado por el comando táctico.
Un asentamiento militar donde había tanques y guardias vigilando la
alambrada. La casa de mis padres estaba al lado. Nos empezamos a
aclimatar en ese ambiente tenso. Yo observaba algunos movimientos
extraños, aunque hasta aquí yo no sabía de las desapariciones. Había
escuchado hablar muy de vez en cuando sobre secuestros y torturas, pero
nunca en este pueblo tan chico y tan sencillo. Pero observaba
helicópteros que aterrizaban y despegaban en el canchón del ingenio,
durante la noche. Me llamaba la atención que lo hicieran a esa hora,
como si estuvieran ocultando algo.
Un día conocí al que comandaba todo
esto: el “Loco” Arrechea, teniente coronel. Tuve que tratar con él
porque a veces las escuelas de danzas organizaban espectáculos y lo
invitaban. Noté su modo de ser. Un hombre intolerante, que sólo te
respondía si él te permitía hablar. Pasó el tiempo y empecé a ver que
algunos jóvenes del pueblo se incorporaban al Ejército, porque los
militares pensaban que eran valiosos como conocedores de la zona. A
través de ellos fui anoticiándome de que dentro de esa fábrica ocurrían
cosas realmente siniestras. En reuniones de amigos, ellos se animaban a
hablar de eso.
Una vez un amigo de Famaillá me invita a cenar, con mi flamante mujer.
Del Baviera a Famaillá hay dos kilómetros. Cuando eran más de las 11 de
la noche, mi amigo me dice: “tenés que volver a la casa de tus viejos ya
mismo, porque después de las 12 esto es tierra de nadie, se escuchan
disparos por todos lados. Teníamos que volver caminando, por calles de
ripio, y con mi mujer íbamos charlando. Pasamos la ruta 38 y a los 50
metros se nos cruza un Torino negro. Se abrieron las puertas y bajaron
cuatro personas gritando que levantemos las manos. Uno de ellos me puso
el cañón de un fusil en la nuca y me ordenó caminar unos 30 metros en
contra del sentido en que veníamos. Yo trataba de explicar que éramos de
Baviera y que íbamos a casa de mis padres. De pronto, giré la cabeza y
lo vi al que me encañonaba. Era un policía raso que en sus horas libres
se dedicaba a la venta ambulante de verdura, en un carro. El “Catilo”
Guzmán. Mi mamá era cliente de él. Le digo: “Catilo, ¿qué estás
haciendo? Si vos sabés quién soy”. Y me dice: “Callate, vos no me
conocés”. Entonces la escucho a mi mujer, que había quedado a la par del
Torino, que gritaba y los retaba porque le metían las manos por todos
lados. Esto duró un rato, hasta que decidieron irse, y nos dejaron
temblando de bronca más que de miedo. Después supe que el que manejaba
el Torino era el “Tuerto” Albornoz.
Yo me fui dando cuenta de lo que
estaba sucediendo y de quiénes eran estos delincuentes que estaban
manejando el destino del país, y empecé a creer que era cierto lo de los
secuestros, las torturas y los asesinatos. Porque estos tipos no
enfrentaban a delincuentes, sino al pueblo en general, y hacían lo que
se les daba la gana. No importaba si uno pertenecía a la guerrilla. La
cosa era dar rienda suelta a la violencia que llevan adentro,
sintiéndose impunes y superiores a todos.
Años después, desde el
radicalismo, empiezo a militar en una línea de izquierda. Cuando volvió
la democracia, estos changos amigos que se habían unido al Ejército
volvieron a la vida civil. Hoy son chapistas, electricistas, uno es
abogado. Y sobre el genocida Bussi pensaba escribir una crónica de lo
que sucedió en el Baviera, pero lo fui postergando. Y cuando el genocida
es internado la última vez, yo estaba en Raco y decidí escribir a la
enfermedad terminal de Bussi. Pero a los pocos días murió. Entonces me
puse a hacer este poema que tuvo tanta trascendencia, “A un genocida
muerto”.
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Fuentes:
Primera Fuente
La Gaceta
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